El fingido Rey. — Año 1164.
(Época de la gobernación del reino por D. ª Petronila
y del reinado de Alfonso II, el Casto, de Aragón)
Cierta mañana vino un pregonero del Consejo al medio de la plaza, y leyó ante el concurso en alta voz un mandato real que decía así: “La Reina ha reunido la Corte en Zaragoza y cede a su hijo el príncipe Don Ramón, lo que le pertenece de sus reinos[1]”
El pueblo no escuchó al pregonero y prefirió seguir a unos hombres que cruzaban la plaza.
El concurso va caminando hacia fuera de la ciudad, olvidado de la Reina y del príncipe Ramón (que lloran retirados la muerte de su padre Berenguer) y anhelando solo ver al rey Don Alfonso, que ha vuelto de Turquía.
— ¿A dónde va esa plebe entusiasmada? ¿A dónde van con flores y cantando esos soldados viejos casi inválidos? ¿Qué poder hace alzar su débil voz, y entretejer coronas con sus manos como si fuesen niños o doncellas?
Ante el pueblo van unos desconocidos, a quienes todos —67 —tienen por señores y a medida que se va reuniendo gente y se aumentan las dudas y las preguntas de los viejos, aquellos se ocupan en hacer creer cierta la aparición del rey Alfonso, desmienten su creída muerte en la batalla de Fraga[2], y procuran animar el entusiasmo, recordando sus hechos y proezas, para que vuelvan a aclamarle por rey de sus estados[3]. Al oír su relación, los más ancianos sienten un grato ardor dentro sus pechos y, olvidando las bendiciones que antes dieran al difunto Berenguer por sus virtudes y a su viuda que conserva el Reino en paz, prorrumpen en vivas y saludos y corren presurosos hacia el campo, para besar la mano a su Rey. Al pensar en los padecimientos que este habrá sufrido entre los Turcos, más de uno llorando se maldice y se humilla avergonzado, viendo la facilidad con que le han olvidado los crédulos vasallos.
— Pobre Rey ¡Pobre Alfonso!.... ¡Qué injusticia!
— ¡Qué viejo será ya con tantas penas!....
— Cierto es lo que la Reina nos decía, que en el Reino otro Alfonso hubiera luego.
— Algo sabría ella. — replicaba otro más amigo de paz.
— Yo no creo que hiciera Petronila lo que algunos injustos pretendieran de despreciar a Cataluña y hasta privar a los infantes que se llamen Berengueres, Ramones o.... ¡Qué necios! ¿o era Berenguer su fiel esposo? ¿No se llama Ramón su hijo adorado?.... La Reina aprecia mucho a sus vasallos; y si ella espera acaso un rey Alfonso, no querrá dividirlos apelando a mudanzas de nombres....
— ¡Qué locura! Esto será que ya sabía ella algo de la venida de su pobre abuelo.
— Vamos, vamos, que ahora más que nunca; pues hay por Rey una mujer y un niño: necesita Aragón del rey Alfonso.
Y el pueblo corría alegre por las calles y se agolpaba en masa al derredor de un anciano, cubierto de canas, que, entre sus extraños y rasgados vestidos guardaba aun como por gala y recuerdo ciertos pedazos de abollada y rota armadura parecida a la que llevaba en Fraga el rey Alfonso. El anciano se sostenía en sus estudiados pasos y cada vez —68— que sentía besarse la mano por algún viejo soldado o abrigarse con la capa de algún mancebo, dejaba caer abundantes lágrimas de sus ojos, y mostraba las llagas que en sus puños y cuellos causaran las cadenas del Turco. Su voz solo era para manifestar a los que le consolaban la ingratitud y el olvido que habían sufrido, y de vez en cuando exclamaba levantando su mano temblorosa.
— No tengo fuerzas ya, fieles vasallos, para empuñar la espada, ¡más me sobran para apoyar mis manos en el cetro! Yo no creo que la nación rehúse al que se expuso en Fraga por su gloria. El Rey es niño y necesita un guía: yo guiaré a mi nieto y le haré hombre.
Y a tales palabras, los niños, las mujeres y los jóvenes gritaban y cantaban, los viejos doblaban la rodilla y lloraban, los soldados iban compareciendo a grupos, afanosos de ver al Rey perdido, y de todas partes llegaban diputados y caballeros queriendo conocer al Rey hallado. Unos creían ver en las facciones del anciano las mismas del rey Alfonso, otros vencían sus dudas deduciendo la semejanza, más por su porte que por las cicatrices de su cara, creídos de que esta había variado con el peso de los años y de las desgracias.
Así estaba el concurso, escuchando además las razones de los desconocidos que entusiasmaban al pueblo, cuando de repente volvió a presentarse el pregonero a leer una orden dada por el Consejo de la Reina.
— Place a la Señora Reina y a su Real Consejo invitar a la ciudad de Zaragoza, para que mañana, a esta misma hora, se reúnan sin falta todos sus habitantes en este punto. El nuevo personaje que ha llegado mostrará aquí su nombre y su jerarquía, para verse el lugar que le competa, y si ha de ser alto o bajo el que deba ocupar.
El concurso tampoco quiso escuchar al pregonero y solo una voz de « ¡Alto!» fuerte y robusta, que no era voz de viejo, fue la única en respuesta a la última invitación del enviado regio. —pág.69 —
El pueblo empezó a dudar al conocer el grito impropio que salió de la boca del anciano, y más al ver que los caballeros desconocidos desaparecían, mientras una guardia de arqueros del Consejo se llevaba preso al abandonado Rey. Este gritó al verse desamparado y arrojó entre el tumulto sus armaduras, que se arrancaba a la par de sus cabellos; pero a su voz de ¡ingratos! ya no respondían ni los niños, mujeres y jóvenes con cantos, ni los viejos guerreros con lágrimas y suspiros, ni los grupos de los soldados con el afán —70 —de ver al Rey perdido, ni las comisiones de diputados o caballeros con el deseo de conocer al Rey hallado.
Pasó un día y al sonar la misma hora en que se había recibido el día antes al anciano guerrero, el pueblo compareció de nuevo al lugar señalado. A un extremo del campo donde no era permitido al concurso acercarse, se levantaba una negra cortina que cubría a un catafalco, cuyos lados ocupaban dos hombres, que el gentío tenia bien conocidos. El uno era el verdugo; el otro era el pregonero.
Así que el campo estuvo lleno de gente, el pregonero dio el grito de «¡Viva el rey Alfonso!» lo que repitió el concurso indeciso por no saber a qué venía la negra cortina en tal paraje. En seguida el verdugo corrió la cortina y se descubrió el cuerpo del supuesto rey y anciano, ahorcado, con la faz descubierta y lavada ya de los ungüentos que le hacían parecer viejo. Luego, el hombre que guardaba al supuesto rey tiró de la soga que sostenía al ahorcado, amarrándose a ella con fuerza para servir de contrapeso y haciendo de este modo que él no quedase en lo más alto de un palo que se levantaba en medio del tablado. Al tenerle así, afianzó la cuerda y señalando a su víctima, dijo:
— El que quería verse en alto puesto, ya ha colmado su afán de verse en alto. Este es el pago que hallarán aquellos que pretendan subir donde no deben, o quieran perturbar la paz del reino con ficciones y embustes.
El hombre que ocupaba el otro lado del patíbulo y que había dado antes el grito de «Viva el rey Alfonso», bajó entonces al campo y en medio del gentío, leyó así en alta voz:
—Nos, la Reina y las Cortes, declaramos rey de Aragón al príncipe don Ramón. Las Cortes y los ricos—hombres han jurado mutuamente con el Rey sostenerse los fueros de que gozan. La Reina para demostrar cuan grata le es la memoria del rey don Alfonso, que pereció en Fraga, ha tenido a bien dar a su hijo Ramón el nombre de “Alfonso”[4] para que así sea llamado en adelante, retirándose ella a Barcelona, donde siempre la vida le es más « dulce.»[5]
Entonces el concurso entusiasmado, procuró escuchar bien al pregonero.
FUENTE
Bofarull y de Brocá, Antonio, Hazañas y recuerdos de los Catalanes: o, Colección de leyendas relativas a los hechos más famosos, a las tradiciones más fundadas, y a las empresas más conocidas que se encuentran en la historia de Cataluña, desde la época de la dominación árabe en Barcelona, hasta el enlace de Fernando el Católico de Aragón con Isabel de Castilla, obra escrita a imitación de ciertas baladas que compusieron en alemán, Goethe, Klopstock, Schiller, Burger y Korner, Oliveres, 1846. Leyenda XIIII.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] Cuando el príncipe Don Alfonso tomó posesión de sus reinos Solo tenía 11 años. (Nota del autor)
[2] Tuvo lugar en Huesca en 1134 en Fraga, en la provincia de Huesca, ciudad de población árabe que fue sitiada por las tropas de Alfonso I el Batallador. Acudieron en socorro de la ciudad los ejércitos y desde dentro de la ciudad fueron auxiliados por sus partidarios. .
[3] El emperador Don Alfonso, rey de Aragón, hacia 28 años que había muerto en Fraga. (Nota del autor)
[4] Fue acordado que el Rey jurase hasta ser armado caballero echar del reino a cualquiera persona, sea cual fuere su dignidad, estado o clase, que no entregase las fuerzas tenencias, y demás que fuesen del reino etc. (Nota del autor)
[5] «Quiso la Reina que el Infante su hijo dejase el nombre de Ramón, que había tenido todo el tiempo que vivió su padre y de allí adelante se llamase Alfonso. etc. », Zurita lib. 6. fol. 92. (Nota del autor)