D. Pedro Épico, laguna de Canigó.
Es también el Canigó —y de ahí procede su gran celebridad —el monte de las tradiciones y leyendas, de las historias de hadas y encantamientos, centro y nidal de peregrinas consejas y aventuras románticas.
Gozaba en la Edad Media de fama universal por lo mucho que de sus portentos, misterios y cuentos se refería. Una excursión por sus tenebrosas soledades hubiera entonces arredrado al hombre más firme y de corazón más valeroso.
Se contaba que en lo más alto había un estanque o lago profundísimo, de agua muy negra, en el fondo del cual tenían su palacio las hadas y allí guardaban tesoros cuantiosos de perlas, diamantes, esmeraldas y toda clase de piedras preciosas, con muchísimos montones de oro y de plata. Y se decía asimismo que si por acaso algún viajero, venciendo peligros y fatigas, conseguía llegar hasta la orilla del lago y arrojaba una piedra para turbar la quietud de las aguas, en el mismo instante veía alzarse de entre ellas un monstruoso dragón alado que con sus alas cubría la luz del sol, convirtiendo en noche la claridad del día, y con su aliento apestaba los aires, muriendo repentinamente asfixiados cuantos se hubiesen aventurado a llegar hasta allí.
Sabido era, y artículo de fe en toda la comarca, que quien emprendía la ascensión hasta el estanque, no regresaba con vida. Allí que —511 — daba sin ella a orillas del lago maldito, siendo su cuerpo pasto de las aves de rapiña, si antes no era devorado por el monstruo volador que, al decir de las gentes, se los engullía de un solo bocado.
Pues bien; cuéntase que, sin embargo de ser tan peligrosa y arriscada esta ascensión, tan aterradora y llena de misterios y presagios capaces de poner miedo en el corazón del hombre más esforzado, quiso un día emprenderla aquel rey de Aragón Don Pedro llamado el Grande, debelador[1] famoso de los Pirineos y conquistador de Sicilia, el que luchó a un tiempo con todo el poder y todos los esfuerzos reunidos de Felipe de Francia el Atrevido, de Carlos de Anjou y del papa Martín, sumo pontífice para quien no parece sino que la tiara fue casco, el hábito coraza y el báculo espada.
Pues bien, de esta excursión y singular empresa de Don Pedro el Épico, como yo le llamo, no cuentan una sola palabra las historias; pero sí la relata un entusiasta excursionista catalán, literato peritísimo, Don Ramón Arabia y Solanas, que halló la noticia y comento en la obra de un fraile franciscano, natural de Parma, llamado fray Salimbene[2]. El manuscrito -original de este religioso está en latín y forma parte de un códice de la Biblioteca Vaticana, una de cuyas copias se imprimió en Parma el año 1858 por el librero Pietro Fiaccadorsi. —512 —
Es muy curiosa la narración del fraile.
Comienza por hablar del terror que infundía el solo nombre del Canigó y de cómo Don Pedro quiso acometer la aventura sin dar cuenta a ninguno de los suyos y sin que nadie de su corte lo supiera. A este fin llamó a dos soldados, de cuyo valor y fortaleza tenía nuevas, y les propuso que le acompañaran, guardando el secreto. Ofreciéronle hacerlo así y no apartarse de él.
Provistos de armas y con buen repuesto de vituallas emprendieron la marcha, dejando sus caballerías al pie del monte, donde había pobladores, y comenzaron a pie la ascensión.
Muy arriba estaban ya, después de salvar no pocos obstáculos y peligros, cuando oyeron ruidos extraños, truenos horrorosos, y comenzó una tempestad deshecha de agua y piedra y relámpagos, con tanto furor y violencia que no parecía sino que se hundía el mundo o se venía abajo el monte. Apoderóse el espanto de los dos soldados — así lo dice el fraile — hasta tal punto, que cayeron en tierra como si el ruido y el asombro les hubiesen robado el aliento.
Pero Don Pedro, añade, era hombre de gran corazón y gran ardimiento, y como más fuerte y robusto que sus acompañantes, queriendo de todas maneras satisfacer sus deseos y no abandonar la empresa, les alentaba para no dejarse vencer del terror, diciéndoles que —513 — aquella aventura llevada a buen término les reportaría honra y gloria. Todo fue inútil, y en vano por toda clase de medios, amonestaciones, regalos y amenazas, intentó Don Pedro levantar el ánimo de sus acobardados acompañantes, abatidos por el terror y el cansancio.
El rey entonces les pidió que al menos le esperasen allí mismo hasta la noche del siguiente día, y si no le veían regresar en todo este tiempo, podían retirarse libremente. Convinieron en ello, y el monarca emprendió la durísima y accidentada cuesta, solo, sin auxilio de nadie, teniendo que superar serios obstáculos y soportar penosísimos trabajos, pues que aun hoy existen sitios que no pueden subirse ni bajarse de pie, sino a rastras.
Una vez llegado al estanque o al lago, tiró una piedra al agua, que fue como arrojar un guante a los demonios que habitan en el fondo, y diz que en el acto salió el dragón monstruo a recorrer los aires apestando éstos con su hálito y velando la luz del día con sus alas.
Don Pedro, después de esto, añade el narrador, deshizo su camino, volviéndose al sitio donde le esperaban los soldados, a quienes contó lo que había visto, dándoles permiso para referirlo a cuantos quisieran saberlo.
Y aquí termina el fraile su relato, después de comparar la aventura de Don Pedro a las —514— gestas de Alejandro, «que también quiso hacer la experiencia de muy horribles pasos y trabajos para alcanzar las alabanzas de la historia ».
Es realmente curiosa esta excursión del rey Don Pedro al monte legendario, de la cual nada dicen las crónicas ni las historias, y hoy tan sólo conocida por el afortunado hallazgo que puso el libro del padre Salimbene en manos del entusiasta Arabia. Apresuróse éste a dar cuenta del hallazgo a la Sociedad de Excursiones que preside, y, a su propuesta, por aclamación y con aplauso, se ha adjudicado en nuestros tiempos, después de pasados seis siglos, un nuevo título a nuestro Don Pedro el Épico, que figura hoy el primero en la galería de excursionistas catalanes célebres.
¿Qué objeto se proponía el conquistador de Sicilia y vengador de Provenza al realizar, solo, sin nadie de su corte y casa, esta excursión al Canigó, tan aventurada entonces, tan peligrosa y temeraria?
Nada dice de esto fray Salimbene, aunque algo sí discurre sobre ello el Sr. Arabia con su acostumbrado buen juicio; pero, en mi sentir, el hijo de Jaime el Conquistador, de quien es sabido que era en todo muy emprendedor y arriscado, realizó aquel acto por el capricho de satisfacer una curiosidad o por el goce de correr una aventura, a las que desde mozo se —515 — sentía inclinado, no arredrándole nunca ni peligros, ni amenazas, ni riesgos ni fantasmas, que fueron siempre para él incentivo más que freno a sus voluntades.
Y nada más. En cuanto a lo que contó luego el rey a sus medrosos acompañantes de haber visto el monstruo alado — lo cual era artículo de fe y creencia general en el vulgo de aquellos tiempos, como aún lo es algo en el de los nuestros, — no me parece que Don Pedro fuese hombre dispuesto a creer en brujas, encantamientos y demonios. Pudo decirlo sin duda para dar a su regreso la explicación más en armonía con las creencias del vulgo, tal vez para quedarse con sus acompañantes gozando en su credulidad, y de seguro también para dar realce maravilloso y por consiguiente mayor crédito a su aventura, así que ésta llegara a circular de corro en corro y de boca en boca por el pueblo.
Porque ¿quién duda de que cuando un pueblo entero y preocupado cree en un error, el error es entonces la verdad?
Por lo demás, la meseta del Canigó en donde existe el estanque tan célebre en las leyendas, no es ningún sitio infernal y tenebroso, ni su lago es de aguas negras y quemantes, como todavía asegura el vulgo, sino, todo lo contrario, transparentes y puras, según refiero en mi cuento del Castillo de la Selva. En —516 — este lugar delicioso y ameno, de originalidad salvaje y singular encanto, nos hemos detenido a descansar no pocos excursionistas en estos tiempos, y hemos arrojado piedras al lago, en tributo a la costumbre tradicional, como hizo también sin duda el buen rey Don Pedro el Épico, y ni han temblado las esferas, ni salieron nunca los demonios a paseo por Ios aires
Pero a todo esto llegó ya el caso de observar, y confesar con toda sinceridad, que estamos fuera de la cuestión, según se dice en términos parlamentarios, y muy alejados del asunto que me propuse tratar al coger la pluma y al poner sobre mi mesa las cuartillas.
Mi intento era sólo referir una tradición del Canigó, que me contaron un día, precisamente cuando fui con alborozada caravana de buenos compañeros a visitar el lago de que hasta ahora hemos venido hablando.
Por muy distintas andanzas de las que ya buscaba me llevó mi pluma, y aun cuando de ello no ha de pesarme, si el lector halló digna de cuento la aventura del gran Don Pedro en que vine a embarullarme por accidente, hora es ya, sin embargo, de volver al punto de partida para referir la narración que llevo en mente.
FUENTE
Víctor Balaguer, Historias y leyendas,1889.[ S.l.] [s.n.] Madrid Imp. de la Viuda de M. Minuesa de los Ríos, p.510.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[2] Adan Salimbene: fraile franciscano, teólogo y predicador, autor de una crónica sobre el reinado del emperador Federico II (Cronica, nuova ed. critica, a cura di Giuseppe Scalia, Bari: Laterza, 1966).