La cabeza de Borrell II.
Año 983.
(Época de Borrell II, cuarto conde soberano.)
¡Cuán tranquila se observa Barcelona!... ¡Qué oscuro está el palacio de los Reyes!.... ¡Ni el brillo de una espada en las almenas!....¡Ni al través de los vidrios un penacho!.... Ni el eco de una lira en los jardines ... ¡Todo descansa!... ¡Ni aun el bello canto de las santas doncellas que ensalzan la fe de Suniario y de su hija, ha soltado un acento aquesta noche!.... Todo lo acalla el miedo y lo acobarda la duda que se aumenta mientras dura la ausencia del gran conde soberano[1].
Así meditaba el solitario guerrero, lleno de afán y melancolía, al ver la oscuridad de la noche, y que ni una sola estrella le prestaba su luz para poder contemplar el cerco de Almanzor[2].
Apoyaba el soldado la cabeza sobre la empuñadura de su espada, que incierto había clavado entre las piedras del tosco torreón; y con la mano izquierda, que tenía escondida entre los forros de su pesada cota, contaba entre tanto los latidos que le agitaban el pecho. Un pueblo sin su rey, es como un hombre sin ojos ni razón!...
Desde que al pueblo le falta la cabeza, y el arquero no ve sobresalir entre sus filas el casco de su Conde, que cual faro guiaba en las batallas a sus huestes, la ciudad ha perdido la alegría .... Los nobles callan.... los villanos lloran.... y todos no hacen más que leer augurios de desgracia y horror en las tinieblas.... Hasta el cielo se empeña en olvidarnos; pues tapa de sus astros la luz pura. —29—
Interrumpió el pensamiento del soldado una campana que anunciaba ser ya media noche, y a su rumor solo sucedieron tristes suspiros, que hendieron el aire dirigiéndose hacia el cielo. Abrióse en seguida la puerta del torreón, y entró una sombra blanca que fue acercándose al muro, dejándose caer luego abatida en uno de los espacios que forman las almenas.
A pesar de haber llegado media noche, ni una voz de «Alerta» levantaron los centinelas del muro.... Pero la sombra hizo recordar pronto al soldado que la princesa Ludgarda[3] había prohibido dar el grito de «¡Alerta!» por aquella noche.... ¡Y otras cosas pensó también el vigilante al ver la sombra!.... Un vestido blanco cubierto con una rubia cabellera, no podía ser otra cosa a los ojos del soldado, que el blando lienzo con que su señor se enjuga la cabeza cuando vuelve de las batallas.
Al pasar a ser verdad el pensamiento del guerrero, se rasgaron las nubes que cubrían el torreón y apareció una fúlgida estrella que reflejó en los húmedos ojos de la bella Condesa. El soldado lleno de admiración, apartó la espada del muro, levantó la celada que le cubría la frente, y fue acercándose a la almena donde se apoyaba Ludgarda.
¡Ya os conozco, señora!.... ya os conozco. Tan solo mi Condesa y Soberana podría sorprenderme a tales horas... y, a más.... ninguna dama de la corte dejaría caer con tal descuido una joya, sin ser Reina o Condesa.....
Y el guerrero alargó la mano por sobre el terraplén, creído de hallar la joya que vio caer....
—Calla, guerrero, calla... Los brillantes no brillan en la frente de Ludgarda desde que no se arrima ya a su seno la frente de su esposo tan amado.
—A la luz de una estrella he distinguido el brillo de la joya....
—¡Ah! la estrella era la espada del Hagib que está en el foso;—la joya era el adorno que me envía para mi soledad el hado injusto!!... —30—
Y alargando Ludgarda sus manos llenas de lágrimas sobre las rústicas manos del guerrero, hizo conocer a éste el valor de la joya que había visto. El soldado ya no cuidó más de buscar el brillante.
— ¡Se acaba con mi llanto mi esperanza...!
— ¿Por qué? respondió el guerrero.—Al salir el sol veréis, señora, al vencedor de Ganta[4]abriendo paso por las hileras de este inútil cerco. Entre sus héroes, y entre los pendones de Ruvirans[5], orlada de laureles, pronto veréis alzarse con la aurora la cabeza de vuestro fiel esposo.
— ¡Dios lo quiera!... Vigila tú, yo ruego: se esperará mejor así la aurora.... Esperemos, soldado, hasta que salga el Sol, hasta que veamos claramente........ la fiel cabeza de Borrell II.
La ciudad sigue triste como cuando marchó su señor: la condesa continúa con su fatal esperanza junto al rudo guerrero, y solo hacen parecer bajo un aspecto diferente aquel triste cuadro, los primeros crepúsculos del sol que empieza a jugar por entre los crispados montes de Favencia[6].
Los muselines[7] han estrechado el cerco confiados en que dentro de la ciudad sigue tranquilo el que pelea en Ganta, y al pie del muro, frente de aquella almena que cubre la rubia cabellera de Ludgarda colgando a fuera como una guirnalda de yerba que el sol secó para adorno de la pared, se ve pasear altivo e insultante el tirano Hagib[8].
Entre tanto el puñal de la condesa había caído desde el muro a los pies del sitiador.
— ¿Qué pretende esta sombra que me insulta, que perturba mí sueño?... Más no importa. Mañana cobraré lo que he perdido, mañana dormiré ya en otro lecho... Preparad mi caballo, muselines; traed mi cimitarra, que —31— a su fuerza hoy los muros de Amílcar han de hundirse.
Mientras Almanzor se preparaba a la venganza, Ludgarda había llamado al vigilante guerrero para enseñarle el creído objeto de su esperanza. ¡El sol acaba de salir!
—Mira, mira por entre aquella hondura que forman las montañas; por el llano que conduce a aquel valle delicioso; por aquella abertura que el sol dora antes que se prolonguen con sus rayos las cimas escabrosas de los cerros, por aquella alta puerta, cuyo arco debe de ser el cielo... ¡mira, mira que nube con el polvo se levanta y como se adelanta hacia nosotros!... ¿Si estará allí el que adora mi esperanza?... ¿Si navegará ardiente en estas olas el colmo del anhelo que me mata?...
—Sí, señora: ¡mirad! Ya se distinguen los jinetes que siempre al conde siguen... ¡Quinientos caballeros con sus lanzas!... De cinco en cinco van y a rienda suelta....
—Sí: es verdad. Quinientas lanzas veo que brillan como estrellas tras su guía.
—Y en las lanzas mirad las banderolas que el viento parten y a la nube ahuyentan.
— ¡Sí!... Y en las banderolas varias letras que en unas dicen: triunfo y guerra, en otras... más... ¡no! que las de triunfo se han borrado con el polvo, y resalta solo en guerra, el resplandor sanguíneo del sol.. ¡mira!
Aquí teme más que nunca la señora, y el soldado calla. El afán de llegar pronto a su ciudad hace que los caballeros aprieten más las espuelas a sus caballos. La causa de cubrirse las banderolas es porque los caballos se precipitan y hacen más espesa la polvareda de la llanura. Al levantar los ojos el soldado vio faltar no solo las letras de triunfo, si [no] que también las de guerra.... La nube se había aumentado porque se le había añadido otra nube más espesa.
— ¡Ay, ay!... ¡mira, soldado!... ¡ni una letra pueden divisar ya nuestras pupilas!.. ¡Es verdad!... ¡no se ven las banderolas...! —32—
— ¡Ni las lanzas con su ordenado brillo...!.
— ¡Ni los quinientos caballeros...!
— ¡Nada!... Ni la cabeza del valiente guía!...
— ¡Cierto!...¡¡¡ Ni la cabeza de su guía!!! ...
Durante el dudoso afán de los observadores, solo se ve ya la nube que va haciéndose mayor y se dilata por la llanura hasta la ciudad. Al verla Ludgarda junto al foso, penetra la polvareda con una mirada de fuego.... pero con la mirada se fue también su esperanza.
— ¡No miremos ya más, dócil guerrero!... Todo me lo arrebata aquesta nube, pues entre su espesura impenetrable desaparece lo que fue mi todo.... la cabeza del guía más temido, la cabeza adorada de mi esposo, la fiel cabeza de Borrell II.
La frente de la condesa no ha llegado a calentar la piedra del muro, pues el deseo de ver llegar a los quinientos caballeros, hace que Ludgarda esté siempre con la vista incierta.
Por fin, se rasga la nube sin desvanecerse, y aparecen en medio de ella alguno de los caballeros cubiertos de polvo y con las armas llenas de sangre..... Detrás les siguen otros caballeros, cuyas vestiduras son diferentes, y con las armas llenas de sangre también.
Los quinientos caballeros que Ludgarda espera, avanzan, como despreciando la confusión que aún dura, por entre las hileras que cubren el campo. Alegres y confiados se dirigen a la puerta de la ciudad, con las espadas envainadas, las viseras descaladas[9], y solo llevando con cuidado las banderas que en Ganta les han rendido. Delante va el conde Borrell, sin casco, mostrando animada y serena la frente, que lleva ceñida con la real corona. Entretanto, por el foso de la muralla se van escondiendo quinientos ballesteros que esperan la señal de abrir la puerta, para arrojarse con su bandera negra sobre los vencedores de Ganta. —33—
¡La ciudad abre la puerta y los ballesteros se levantan.... ¡La condesa busca en vano la estrella que se le ha aparecido de noche...! La confusión repentina de los caballeros con los ballesteros, hizo caer de nuevo a Ludgarda sobre el muro. A la infeliz princesa le faltaba esperar más, hasta que llegara la decisión del triunfo.
—¡¡Ya llegó!! ... y acabóse su esperanza
El fuerte y agudo silbo de una ballesta traidora, hace abrir los ojos a la condesa que ve clavada en aquella arma sangrienta la cabeza de su esposo ceñida con la corona real. A tal horror el pueblo cercado, suspende las súplicas que dirigía al cielo, y solo busca la venganza.
—A la muralla ... —¡Sí, sí: a la muralla! ...—
Y al oír los cercados este grito que repiten, y que baja desde lo alto del muro, se lanzan furiosos a la brecha, tras la esforzada condesa que les dirige, llevando en una mano la cabeza de su esposo, y en otra un bruñido puñal que aún no ha probado sangre.
Al verse cara a cara los soldados de la condesa con los del Hagib, ambas huestes quedan como suspensas e indecisas por un momento. Los de afuera esperan que se arrojen los que siguen a la condesa; los de adentro aguardan que se decidan a entrar los que preceden a Almanzor. Mientras los combatientes esperan, solo reina el silencio, el silencio que nace del temor o de las súplicas que el corazón hace. No hay más ruido durante la suspensión, que los suspiros de los que esperan, cuya fuerza va multiplicándose de continuo por lo que ven los ojos, a cada suspiro entra una ballesta por sobre del muro, y cada ballesta lleva consigo la cabeza de uno de los quinientos caballeros....
Ya entra una cabeza arrugada y venerable, blanca como las cimas del Monseny. Ya entra una cabeza joven y graciosa, llena de dorados rizos, brillantes como las barras de Wifredo! ¡Ya entra una cabeza grave y tostada, cubierta —34— de crispado vello, ¡negro como los laúdes de Provenza! Ya entra otra cabeza... y otra, y otra... diez... veinte... cien.... doscientas.... cuatrocientas.... ¡¡quinientas!!!...—¡¡Ya han entrado por sobre de los muros el conde y los quinientos caballeros!!...[10] Al entrar la última cabeza, Ludgarda y sus soldados levantan la suya para apurar su esperanza, pero los observadores muselines levantan las suyas también; y cubiertos con sus escudos, se arrojan de nuevo sobre los tristes defensores que creían tapar con sus cabezas la brecha de la muralla. ¡Ya la taparon!... ¡Todos perecieron!...
— ¿No veis una ciudad muda y llorosa que el pendón de Almanzor tiene en los muros? ¿No la observáis regada con su sangre, con los templos cerrados, y sin fuerza para dar a su Dios luz, voz, o incienso?..... Pues decid a esas víctimas que yacen, ¿si es su cuna y su tumba igual acaso?...
Tal era el acento de las madres, cuando buscaban por entre los escombros la cabeza de su hijo, no atreviéndose a levantar la voz por temor de que hasta su aliento las descubriera. Todo debía de ser silencio aquel día para no dispertar[11] a Almanzor que dormía en el lecho de Borrell II!
Pasó el día de descanso y de silencio, y entonces cambió el aspecto de la ciudad. Los moros celebraron la victoria, los muezines12] cantaron, los muselines y abenzoides[13] bailaron en el palacio de los reyes, el nuevo pueblo se alegró en las plazas públicas... y moros y cristianos se admiraron ante el único guerrero que había quedado, ante el soldado más valiente del conde, ante el mejor amigo de la condesa, el centinela del muro, que, atado de pies y manos lloraba la pérdida de su ciudad, la muerte de su señora... y gemía reclinado junto a la corona de su señor, debajo de la cual colgaba marchita y ensangrentada la cabeza de Borrell II.
FUENTE
Bofarull y de Brocá, Antonio de, Hazañas y recuerdos de los Catalanes: o, Colección de leyendas relativas a los hechos más famosos, a las tradiciones más fundadas, y a las empresas más conocidas que se encuentran en la historia de Cataluña. Oliveres, 1846.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] Las santas doncellas que ensalzan la fe de Suniario y de su hija. Adalezi o Adelaza Bona filva, fue sin duda la primera abadesa del monasterio de San Pedro de las Puellas, el más antiguo de religiosas en Cataluña, y lo protegió en gran manera con su padre el conde Suniario que fue su fundador. (Nota del autor). Suniario o Suñer, conde de Urgel.
[2] Almanzor. Muhamad—ben-Abdalá, hagib del Rey de Córdoba. Hixem, Hisen o Hassen I. (Nota del autor)
[3] Lutgarda de Toulouse y Auvernia (945 - 978), Lieutgarde de Barcelone (de Rouergue).
[4] Ganta o Gante. Castillo que está sobre Caldes de Mombuy y junto al que hay una cueva llamada hasta Cova del Compte. (Nota del autor).
[5] Ruvirans, lugar donde se dio una fuerte batalla antes de la de Gante o Ganta. Hay quien le supone cerca del último, pero se está en contradicción. (Nota del autor).
[6] Favencia. (Así llamada Cataluña) (Nota del autor).
[7] Muselines, (“muslimes”): musulmanes.
[8] Hagib o alhagib, oficial primero de palacio, o ministro principal entre los moros.
[9] Descaladas: levantadas.
[10] Ya han entrado por sobre de los muros el Conde y los 500 caballeros ... tomaron las cabezas de los degollados, y con los ingenios o trabucos que usaban entonces para arrojar piedras con sus hondas arrojaron por encima de los muros de la ciudad dichas cabezas, las que vistas por los Barceloneses, fue indecible el llanto, etc. Pujades. lib. XIV. cap. LVII. pag. 323. Hay quien atribuye por lo mismo el origen del nombre de Basea, palabra adulterada de Basetja o Ballesta, a la razón de ser el lugar llamado ahora calle de Basea, donde cayó la cabeza del Conde, atravesada de la ballesta. (Nota del autor)
[11] Dispertar: forma antigua, despertar.
[12] Muecín. Musulmán que convoca a la oración desde el alminar.
[13] Abenzoide, por abenzaide, en el sentido de personaje caballeresco del legendario árabe.