La Virgen del Puig. (Tradición histórica)
Santa María ora pro nobis. Imago tua sit nobis tutrix,
quae fuit ab angelis ín la pide sepulchritui debolata,
et ab eis asportata, acapostolorum adventu decorata
Servitui te colimus.
Abige fulgura tonitrua sonitu campanae,
quam fecimus aera sexcentesima sexagesima.
(Inscripción de la campana primitiva del Puig)
I.
El rayo de la cólera divina se escapa de la diestra del Altísimo, rasga el nublado horizonte de la infeliz España, y escribe en los aires la sentencia de su ruina.
A sus lívidos resplandores se ven huir desbandadas las huestes cristianas, rotas, deshechas y perseguidas por las tribus agarenas.
La cruz se humilla ante la media luna; el verdadero creyente implora en vano piedad al sectario[1] de Mahoma, y el genio del mal huella con su planta la noble cerviz de la vencida Iberia, mientras su ángel tutelar se cubre el rostro con las alas, cae de rodillas y levanta las manos al cielo pidiéndole misericordia.
Pero el cielo no oye su voz. Está escrito que el crimen de Rodrigo se lave con un mar de sangre; está escrito que la fe amortiguada se temple y renazca en la pira del martirio; está escrito que otra raza más fuerte y valerosa venga a arrojar en las venas de los afeminados godos savia fecunda de vida y regeneración.
La molicie de los reyes, las rebeliones de la nobleza, el envilecimiento de los vasallos y el libertinaje de los ministros del altar, han colmado el abismo de la bondad eterna. El Omnipotente ha desviado sus ojos de la infortunada España, y no los volverá a ella sino tras largos años de sangrienta y terrible expiación Al soplo de su aliento, que abate las naciones, los infieles —como un torrente desbordado— se derraman por todo el ámbito de la Península; su bandera vuela de torre en torre precedida por la victoria. Ciudades entradas a saco, pueblos reducidos a escombros, campos incendiados y cadáveres por todas partes, señalan el camino que llevan.
El anciano ve profanadas sus canas; muere el padre defendiendo a sus hijos; sucumbe la virgen ahogada entre los brazos de los que intentan ajar la flor de su decoro; estrecha la madre al tierno infante contra su corazón, y herida mortalmente, se arroja al suelo, le cubre con su cuerpo y no le abandona hasta que espira; cae el sacerdote al pie del ara[2] y se abraza a ella, oponiendo la santa imagen del Crucificado a los fieros golpes del alfanje[3] enemigo; la imagen y la mano que la sostiene vuelan por el aire, y el ara y el templo profanados, el pastor y su grey impíamente sacrificados, desaparecen entre las llamas que los bárbaros encienden para celebrar su fácil triunfo...
Tal era el aspecto que ofrecía España en los primeros años de la conquista.
II.
Hay en el reino de Valencia, a dos leguas de la ciudad de este nombre, una villa que se llama el Puig, situada en una especie de valle entre dos montes pequeños.
Su excelente posición inmediata al mar, su apacible temperatura, su deliciosa vega, la fertilidad de su suelo regado por abundantes aguas, y sobre todo, sus recuerdos históricos y la imagen sacrosanta que allí se venera, atraen todos los años por el mes de setiembre una numerosa y escogida concurrencia de la capital y demás pueblos de los alrededores.
Esta villa, hoy insignificante, tuvo en otros tiempos grande importancia, y no falta quien asegure que fue fundada mil trescientos o mil cuatrocientos años antes de Jesucristo, por una colonia de griegos que aportaron a las playas de Valencia en esa época.
Pero sea de esto lo que fuere —179—(que tampoco nos interesa gran cosa saberlo a punto fijo), es indudable que ha existido allí un templo antiquísimo llamado Fano de Venus[4], consagrado a esta diosa, y que se arruinó o fue arruinado, ocupando su lugar, en el siglo primero de la iglesia, un monasterio de monjes basilios[5].
Dominada Valencia por los moros, edificaron estos un castillo en el Puig, en el mismo paraje donde hoy apenas se ven algunas ruinas en el peor estado. Tan ventajosa era la posición de este castillo, que el invicto don Jaime I le tomó por base de sus operaciones para la conquista de Valencia, «considerándole, dice un historiador, sitio muy oportuno, no solo para guarecerse en él su gente, sino también para ofender a los moros de Valencia, ya en correrías, ya para impedirles socorro y entrada de vituallas, ya para cortarles la comunicación con la parte de Murviedro[6], y ya para alargar sus correrías hasta el río Júcar.»
El rey moro de Valencia tuvo noticia de esta determinación, y mandó demoler el castillo, de modo que al presentarse don Jaime con un lucido y numeroso ejército, en junio de 1237, le encontró completamente arruinado.
El monarca de Aragón, que conocía su importancia, dio orden para que se reedificase inmediatamente, lo que se efectuó en el corto espacio de dos meses, gracias al número de trabajadores, al empeño y actividad que se puso en esta obra. Terminado el castillo, el rey partió a Zaragoza, habiendo nombrado gobernador y confiado la defensa de aquel a su tío el valeroso don Bernardo Guillen de Entenza[7].
Con estos antecedentes, indispensables para la perfecta inteligencia de los hechos que narraremos en breve, rogamos al lector retroceda con nosotros a la infanda época de la invasión sarracena, es decir, al siglo VIII de la era cristiana.
III.
Corre el año de 712.
Una nube torva y sombría cruza lentamente por el cielo de Valencia.
Sus habitantes con el llanto en los ojos y la desesperación en el alma, inclinan la frente hasta el suelo, y besan la tierra que ya no les pertenece.
Inmenso tropel de caballos y jinetes ensordece las calles de la hermosa capital: su acento, sus trajes, sus rostros varoniles y feroces revelan que vienen del África; y no es la bandera goda la que tremolan sus potentes diestras, la que clavan en los altos muros y en los campanarios de las iglesias y monasterios de la antigua reina del Turia, no; es la bandera del Profeta, es la bandera de ¡los vencedores del Guadalete![8]
Valencia, a pesar de la liga formada en las sierras del Segura, ha doblado la cerviz al yugo musulmán. ¡Valencia es ya musulmana!
En vano lucharon sus buenos hijos con indomable arrojo; en vano su caudillo Teudimiro[9] se puso al frente de los más indómitos y esforzados y obligó al bárbaro a retroceder. El decreto del Altísimo debía cumplirse, y el torrente, detenido un momento en su carrera, arrolló el frágil dique que le contenía, y prosiguió su marcha devastadora, triunfante, irresistible.
¡Valencia es ya musulmana! El eco repercute amedrentado estas palabras; gime el aire al repetirlas, y la multitud que las escucha huye horrorizada sin saber a dónde. Valencia ya es musulmana. La triste nueva se derrama por todas las ciudades, villas, pueblos y aldeas del reino, y llega al Puig en alas del espanto.
IV.
El sol, próximo a sepultarse en el ocaso, esconde su disco sangriento entre un pabellón de nubes rojas y amarillas.
Hay algo de fatídico y lúgubre en el cielo y en la tierra. La tarde está fría, brama el mar irritado, y el viento azota con furia las viejas paredes del monasterio del Puig. Los monjes de las comunidades, presididos de un preste[10] con capa pluvial[11], llevan sobre sus hombros en solemne procesión una imagen cubierta con un velo. El signo de la redención y numerosos hachones[12] encendidos abren la marcha a este triste acompañamiento.
Triste por su objeto, triste por la amarga expresión de dolor retratada en todos los semblantes, triste por la incertidumbre y el vacío que deja en los corazones de los fieles.
Llegan a un ángulo del templo. Y se detienen. Un montón de tierra apilada recientemente les indica que allí se acaba de abrir una profunda hoya. A la voz del preste caen todos de rodillas, y una plegaria dulcísima, ferviente, llena de angustia y sublime resignación, se difunde por las bóvedas del templo. Luego se levantan, se acercan a la imagen, se arrodillan de nuevo, e imprimen respetuosamente sus labios en el velo, túnica o manto que la cubre.
En seguida cuatro venerables ancianos, los más antiguos de la comunidad, la cogen, la levantan en alto y la ofrecen por vez última a las ávidas miradas de sus compañeros.
Es fama que entonces el sol, rompiendo las densas nubes que lo envolvían, se detuvo en los confines del horizonte, y que sus rayos al reflejarse de lleno sobre aquella imagen veneranda, la ciñeron con una triple aureola de Luz. Los monjes, deslumbrados por su vivo resplandor, inclinaron la frente y los brazos, y la imagen, como sostenida por la invisible mano de un ángel, descendió dulcemente hasta el fondo de la hoya preparada al efecto. Pusiéronla encima una gran campana, y cubrieron esta y terraplenaron la fosa con la tierra que se había sacado antes.
Cumplido este penoso deber, tornaron los religiosos a orar, a regar con sus lágrimas y a besar el suelo que guardaba tan precioso tesoro. Una fuerza secreta, un encanto irresistible los mantenía sujetos allí; sabían que los infieles debían llegar de un momento a otro; sabían que una muerte horrorosa les esperaba si caían en sus manos, y sin embargo no podían resolverse a abandonar aquel sitio.
Al fin, haciendo un violento esfuerzo, cuando el día estaba ya próximo a despuntar, anonadada el alma bajo el peso del dolor, salieron del monasterio, y no sin volver a menudo los ojos a él, se encaminaron por distintos senderos, unos a Asturias, otros a Sobrarbe, otros a Francia —180— y no pocos a los desiertos más fragosos y más impenetrables de la Península, en cuyos lugares no les faltó la protección celeste de María, ora para resistir a las seducciones del mundo, ora para sucumbir víctimas de su fe, y alcanzar dignamente la corona del martirio.
V
Han trascurrido quinientos veinte y cinco años. Tras esta larga noche de cinco siglos, luce al fin para Valencia el alba suspirada de su redención. La fe de Cristo, refugiada en las montañas de Asturias con Pelayo, ora vencida, ora vencedora, cayendo aquí para levantarse más allá, les va arrebatando a los infieles una en pos de otra sus conquistas.
Los siglos y las generaciones se suceden en medio de esta desesperada lucha de titanes, lucha tenaz y a muerte, que como el fénix de la fábula renace de sus propias cenizas, y no terminará sino con el exterminio del último mahometano. Vencedor en las Baleares el rey don Jaime I, vuelve sus ojos al fértil y delicioso reino de Valencia, y se apodera del Puig, que reedifica y pone en estado de defensa.
Graves atenciones le llaman a Zaragoza, pero no por eso desiste de su magnánima empresa.
El pequeño ejército, fortalecido en el Puig, recorre la vega de Valencia, hostiliza a los moros, sorprende destacamentos, y llega hasta las mismas puertas de la capital, impidiendo la entrada y salida de víveres. Aquella reducida cohorte esparció tal consternación, y causó tales daños a sus enemigos, que el rey moro pensó muy seriamente en destruirla a todo trance. Para esto determinó salir de Valencia a la sordina[13] con un formidable ejército, tomar por asalto el castillo del Puig, y acabar con sus defensores.
Secretamente se dieron las disposiciones necesarias, y se preparó la expedición con el mayor sigilo, temiendo llegara a oídos de los cristianos, y se retirasen o se preparasen para la defensa.
Pero todas las precauciones fueron inútiles; un misterioso impulso, una fuerza superior a la voluntad de los hombres, había conducido y fijado allí a los restauradores de la fe de Cristo, y estos, por escaso que fuese su número y grande el de sus enemigos, no podían sucumbir hasta que el decreto del cielo se cumpliera.
Un cautivo cristiano, inspirado y protegido por la Virgen, se escapó de Valencia la misma noche de la madrugada en que debía salir el ejército sarraceno, y avisó a los del castillo el grave riesgo que les amenazaba. Ni don Bernardo Guillen de Entenza, ni sus esforzados compañeros, se intimidaron al oír esta noticia; antes, por el contrario, ansiando el momento de la pelea, pasaron la noche en disponerse para recibir al enemigo. Limpiaron sus conciencias con el santo sacramento de la penitencia, y fortalecieron sus almas con el sacratísimo de la Eucaristía, quedando tan fuertes leones con estas prevenciones cristianas, que en lugar de esperar al enemigo en la fortaleza, determinaron salir al campo a presentarle batalla; intrépido y temerario arrojo si no lo alentara superior mano, y guiara San Pedro Nolasco, que veía al ojo la ganancia de Valencia, prevista ya en espíritu profético[14] .
VI.
Los primeros vislumbres de la alborada empiezan a platear la superficie del horizonte: una faja blanquizca matizada de ópalo, creciendo por instantes, se extiende y ensancha por la bóveda azul del firmamento. Se apagan las estrellas, y la confusa radiación del luminar del día va ahuyentando las sombras de la noche. Los pajarillos cantan con voz más armoniosa; los árboles se mecen lánguidamente al soplo de la brisa; murmura el mar un cántico indefinible, y las flores entreabren sus corolas y exhalan un perfume más grato. La espléndida naturaleza del Edén valenciano sonríe enamorada en los últimos días del mes de agosto de 1237.
¿Por qué?... ¿Por qué, cuando todo contrasta en derredor con aquella paz y regocijo? ¿Cuándo todo anuncia escenas de luto y desolación?... El hombre lo ignora; pero su corazón, las avecillas, los árboles, las nubes, las flores y las aguas, cuerdas misteriosas del harpa de la creación, vibran estremecidas de placer, porque el hálito de Dios ha descendido hasta ellas envuelto en el aura de la mañana.
Allá hacia la parte de Valencia, se divisa innumerable muchedumbre. Las luces inciertas del crepúsculo no permiten distinguir qué gentes la componen; pero se adivina sin trabajo que vienen en faz de guerra.
Es el ejército del rey Zaen compuesto de cuarenta mil infantes y seiscientos caballos. ¿A dónde van?... Al Puig, donde ya sus valientes defensores, queriendo ahorrarles camino, esperan a los musulmanes a pie firme en la llanura.
Dos mil infantes, cien caballos y cien hombres de armas forman su pequeña hueste, débil en número, pero fuerte y enaltecida por el santo amor de la patria, por la confianza en Dios y en su propio esfuerzo.
Cargan los infieles de todas partes y envuelven a aquel puñado de valientes, que los rechaza y se abre paso, deteniéndose al fin más por la multitud que por el valor de sus contrarios.
La roca que en medio del océano, embestida por cien olas bramadoras, desaparece bajo el torbellino hirviente de sus aguas, y coronada de blanca espuma reaparece en seguida, firme, imponente, majestuosa, desafiando la saña del irritado elemento, que en vano, cual rabiosa sierpe, se lanza de nuevo a ella rebramando, trepa con un salto gigantesco desde la base a la cima, y enroscándose a su alrededor, parece romper sus dientes de acero contra su frente de granito... la inexpugnable roca, de ese modo acometida y de ese modo vencedora, puede dar una ligera idea del rudo e impetuoso ataque de los moros, y de la tenaz y heroica resistencia que les oponían los cristianos.
Desgraciadamente, el esfuerzo del hombre como la fortaleza de las rocas, tiene su límite marcado. Por grande que sea el primero y duras las segundas, obedeciendo a las leyes que rigen el mundo físico, llega un instante en que el número o el choque continuo de sus adversarios, asegura a estos un triunfo más o menos tardío, más o menos glorioso, pero infalible. Tal sucedió a los cristianos en esta memorable jornada. Agobiados y confundidos por la multitud de enemigos, se desbandaron y huyeron en desorden a buscar el refugio del castillo.—181—
Pero al ir subiendo la montaña oyeron voces no humanas que les decían: ¡A ellos que huyen!
Estas palabras produjeron un efecto mágico en los fugitivos; rehiciéronse, y cargaron al enemigo con tal brío y decisión, que rompieron sus filas, le acuchillaron y persiguieron legua y media, es decir, hasta el rio seco de Binalesa[15], hoy conocido por el barranco de Carragete[16].
Cuenta la tradición que en lo más arduo del conflicto, descendió del cielo un caballero armado de punta en blanco, montado en un caballo del mismo color. Llevaba una cruz roja en el pecho, y blandía una larga espada, a cuyo brillo únicamente caían muertos los infieles, como se dedujo de los muchos cadáveres que se encontraron sin herida alguna. Excusamos añadir que este esforzado capitán de Cristo, que tanto aliento infundió a los nuestros y decidió la victoria a su favor, era el glorioso San Jorge, a quien honra y venera en extremo la villa del Puig, y a quien consagró un templo en Valencia, en justo agradecimiento, don Jaime el Conquistador [17].
(Se concluirá)
(Conclusión) VII
—213— Sea, en efecto, por intervención de este soldado celeste (de lo cual la historia de España y de todos los países nos ofrece ejemplos análogos), o bien por el arrojo y valentía de los cristianos, nadie nos negará que hay algo de milagroso y providencial en esta insigne victoria. Así lo reconocieron los vencedores y así lo expresó su valiente y piadoso jefe, don Bernardo Guillen de Entenza, cuando después del Te Deum celebrado para dar por ella gracias al Todopoderoso, dijo humildemente a San Pedro Nolasco, que a la sazón se encontraba allí:
—Oh buen padre, esta victoria, que siempre se celebrará por todo el mundo, no se debe a nosotros que éramos muy inferiores en número a nuestros enemigos, ni a nuestras armas ni méritos, pues estábamos desarmados por la multitud de nuestras culpas, sino vuestras oraciones que saben hacer bajar a la tierra el socorro de los cielos[18]
La aparición de San Jorge y otras circunstancias que concurrieron en esta memorable batalla, empezaron a preocupar fuertemente los ánimos.
Desde que se ganó y reedificó el castillo, varios soldados, estando de centinela habían visto, particularmente los sábados, una multitud de luces que, según afirman algunos historiadores, bajaban del cielo y se escondían en el montecillo o collado fronterizo al castillo.
Otros aseguran que eran siete radiantes estrellas de vivísimo resplandor, eslabonadas en forma de cadena, y cuya vista producía tan profundo bienestar e intensa alegría en los corazones, que las lágrimas corrían de los ojos sin sentirlas. Esta opinión ha prevalecido sobre la primera, si bien ambas tienen el mismo fundamento y pueden conciliarse fácilmente.
En épocas posteriores se han vuelto a ver estos y otros meteoros ígneos en el Puig, y la creencia general continúa atribuyéndoles un origen milagroso. La coincidencia que se ha notado entre su aparición y varios acontecimientos, es verdaderamente singular[19]. No siempre la ciencia del hombre alcanza a explicar todo, y fuerza es que vea la mano de Dios, allí donde el orgullo y la ignorancia le muestran solamente el resultado de la casualidad. A veces el buen sentido del vulgo adivina y explica satisfactoriamente lo que la inteligencia de los sabios no comprende ni acierta a definir. Informado de aquellos rumores el gobernador del castillo, los puso en conocimiento de San Pedro Nolasco, el cual lejos de maravillarse, contestó:
—–¿De qué os admiráis?... Ese prodigio no es para mí novedad. Las luces de que me habláis son muy semejantes a otras que, hace algunos años, estando en Barcelona merecieron ver mis ojos sin poder atinar sus misterios. Esas luces son lenguas del cielo, que nos indica está escondido en aquel montecillo algún celestial precioso tesoro. Cavad la tierra donde se ocultan, y veréis las maravillas y grandezas divinas [20].
VIII.
Al día siguiente, que era un domingo, habiendo confesado y comulgado, salieron todos del castillo en compañía del santo.
Este les señaló el paraje donde habían de cavar; se cruzó de brazos, y esperó tranquilo y confiado se cumpliera su predicción.
Los picos y azadones rebotaban a menudo, chocando —214— contra los escombros de un edificio antiquísimo, que yacía sepultado bajo la primera capa de tierra.
Redoblaron sus esfuerzos los operarios, y a uno de sus golpes, un crujido metálico y sonoro vibró agradablemente en todos los corazones. Continuaron cavando, y descubrieron las paredes de un templo que, a juzgar por las ruinas, debía haber sido grande y suntuoso. Animados con este descubrimiento, prosiguieron con doble ardor en su tarea, hasta que tropezaron con una magnífica campana; apresuráronse a levantarla, y debajo de ella encontraron la veneranda imagen de María, escondida allí quinientos veinticinco años antes por los monjes basilios del convento godo del Puig, en la forma y modo que hemos visto en el párrafo IV.
Renunciamos a pintar la alegría y el entusiasmo general; los jefes tomaron en hombros la bendecida imagen, y los soldados la campana, y llenos de indecible alborozo, entonando un himno de gracias al Altísimo, subieron al castillo y depositaron en su iglesia u oratorio aquella seráfica[21], preciosa e inestimable reliquia, gaje[22] de altas esperanzas, prenda segura de que la ira del Eterno se había ya aplacado, y que no pasarían muchos días sin entrar victoriosos en Valencia.
La siguiente estrofa de una poesía lemosina, aunque muy antigua, escrita posteriormente, cuenta así el milagroso hallazgo y los beneficios que reportó a los cristianos la posesión de esta santa imagen.
Les estreles veu Nolasco
Y en la campana os trbá.
Torre contra infiel Damasco,
Que más de angels fabricá:
El rey Jaume eu vos tragué
Forta espasa y triunfadora
Quant Sent Chordi [23] aparegués
En lo Puig amaneixqué
Del Orient la clara auorar
de Valencia protectora
Mare de qui el mon sosté [24]
La campana bajo la cual se encontró la imagen de la Virgen, tenía aproximadamente siete palmos de altura y tres y medio de ancho, según se colige de un antiguo dibujo que se conservaba en Valencia a principios del siglo pasado. Nadie ignora que las campanas de entonces eran, aunque anchas de labio, muy estrechas de medio cuerpo arriba, y esto explica la desproporción que existe entre la altura y diámetro de la del Puig.
A su alrededor veíase grabada a trechos en pequeños cuadros y con preciosísimas labores, la historia de la imagen tal como la refiere la tradición, y las figuras de los apóstoles San Pedro, San Pablo y Santiago. El epígrafe que se lee al frente de esta leyenda, escrito en caracteres godos, ceñía la campana con un letrero de cuatro dedos de ancho el cual traducido literalmente, dice así: «Santa María ruega por nosotros. Sea nuestra protectora tu imagen, que labrada en una piedra de tu sepulcro por los ángeles, fue traída por ellos y honrada con la venida de los apóstoles. Tus siervos te reverenciamos. Aleja de nosotros los rayos y truenos con la vibración de esta campana, que fabricamos en la era seiscientos sesenta.» (Año 621 ó 622.) "
En el año de 1550 se rompió esta campana, y fue fundida de nuevo, enriqueciendo con su metal no solo otras del convento, sino también muchas de la provincia.
Posteriormente han sufrido la misma suerte las tres renovadas en 1588, a fines del siglo XVII y en 1756; y hoy, si no nos es infiel la memoria, solo se conserva del metal de la campana primitiva, sin mezcla, una pequeña de un palmo de alta.
La imagen, a la que sirvió de cubierta por espacio de más de quinientos años, tiene cinco palmos de alta y tres y medio de ancha. Compónese de una losa de piedra de un palmo de gruesa, parecida al mármol, aunque dicen que no es mármol, sino otra clase de piedra que abunda en Palestina.
Las figuras de la Virgen, la del niño que tiene en brazos, y de los ángeles que se ven a su espalda, son de medio relieve y están tan primorosamente esculpidas, que facilitan la pía tradición que atribuye a manos seráficas su labor. La Virgen, sentada en una especie de silla o trono, ciñe amorosamente con la mano derecha el cuerpecito de su hijo, que posado sobre las rodillas de su madre, apoya los brazos en sus hombros, como anhelando acercar sus labios a los de ella. El rostro y la actitud de María revelan la dulce e inefable satisfacción que debe experimentar una joven madre al recibir las caricias de su primer hijo idolatrado. Inclina el cuello y oprime con su mejilla la infantil cabeza del niño, como provocándole a que deponga en su casta frente un tierno y prolongado beso.
En los dos extremos, como saliendo de la orla superior formada en la piedra, hay dos ángeles de medio cuerpo con las alas extendidas y con las manos ocultas bajo el manto que los cubre, en actitud de adorar a la reina de los cielos y a su divino hijo. El reverente afecto y la sublime delectación que baña sus semblantes completan la belleza y armonía de este cuadro encantador. Jesús está vestido a lo nazareno, y el traje de la Virgen es el mismo con el que la pintan San Lucas y San Juan Evangelista: ropa talar[25] y manto que arranca de la frente y cae en flotantes pliegues hasta más abajo de las rodillas. Tanto María como Jesús tienen en la cabeza una corona de plata.
Graves autores aseguran que en la capilla donde hoy se encuentra esta sagrada imagen, se han oído en varias ocasiones armonías celestiales. Su arquitectura es sencilla y hay en ella algunas pinturas de mérito. La imagen está oculta en el nicho del altar, velada por un lienzo o cuadro que representa a la misma Virgen, y no se muestra a los fieles sino después de haber —215— encendido las lámparas, consagradas a este objeto, en conmemoración sin duda de las luces milagrosas con que fue encontrada.
Un abultado volumen necesitaríamos escribir si hubiéramos de narrar todos los milagros que se atribuyen a esta santa imagen, no siendo el menor de ellos su origen, pues como queda dicho y la tradición afirma, fue labrada por los ángeles en una piedra del sepulcro de María, en Getsemaní, v traído por los mismos al Puig en el siglo primero de la Iglesia.
Por su divina intercesión el mar ha aplacado sus iras, y centenares de náufragos se han visto libres del furor de los elementos desencadenados. Los mudos han recobrado el habla, los ciegos la vista, los paralíticos el uso de sus miembros entorpecidos, los enfermos la salud, ¡y hasta los muertos la vida!
Reyes, príncipes, obispos, generales, grandes y pequeños, pobres y ricos, sabios e ignorantes, han venido en tropel a ofrecerla el tributo de su adoración y gratitud, en pago de las mercedes recibidas.
Uno de estos reyes, don Pedro el Cruel, llevó su devoción, según refieren Ballester, Broil y el padre Mariana, hasta el punto de presentarse desnudo de toda pompa real, en camisa, descalzo y con una soga a la garganta.
Acometido de una deshecha tempestad en las bocas del rio Cullera, invocó el auxilio de la Virgen del Puig, y estando ya a punto de ser tragados por las olas él y su armada, de pronto amainó el viento, serenóse el mar y el iris de la bonanza brilló en el cielo. Agradecido el monarca a tan señalado favor, cumplió su promesa del modo que hemos dicho, regaló algunas joyas al convento, y otorgó licencia a sus religiosos para pedir limosnas en todos sus reinos.
No en vano, pues, los altares y las paredes del monasterio están llenas de retablos y de ofrendas que testifican el divino amparo y protección que la piedad de los fieles ha encontrado siempre en el culto de esta santa Virgen.
No en vano, cuando en 1588 fue trasladada en solemne procesión a Valencia, con motivo de las rogativas generales que se hicieron por orden de Felipe II en todas las iglesias de España, se despoblaban los pueblos del tránsito y de los alrededores por seguirla; y entre las procesiones que de estos lugares se dirigieron a la capital, eran tantos los penitentes de sangre, que teñían el suelo de rojo carmín, según la expresiva frase de un escritor contemporáneo.
No en vano, en fin, después de la victoria del Puig, de regreso de Zaragoza el invicto monarca aragonés, en presencia de todos los capitanes de su ejército, hizo juramento sobre el altar de esta excelsa imagen, de no volver a Aragón hasta que hubiese rescatado del poder de los infieles la ciudad de Valencia, lo cual se verificó el 28 de setiembre de 1238.
Por eso en la ciudad y en el reino de Valencia se profesa tan singular afecto y se rinde culto general a la santa Virgen María y a la gloriosa y bella tradición simbolizada en la piedra que la representa: por eso la acatan como su primera y principal patrona, y la consagran todos los años por el mes de setiembre una fiesta popular que rememora a la vez los sucesos que precedieron a la conquista y los misterios de nuestra augusta religión.
XI.
En nuestra última excursión veraniega nos dirigimos a Valencia, y estando en Valencia, natural era que procurásemos ver lo más notable que hay en la ciudad y sus cercanías.
Con este objeto nos encaminamos una hermosa mañana al Puig. Habíamos oído hablar de su célebre monasterio y de su milagrosa imagen, y teníamos curiosidad de juzgar por nosotros mismos si eran dignos de su fama. El sacristán, que es un chico bastante despierto, nos enseñó la iglesia y nos sirvió de cicerone.
El aspecto del templo, la multitud de ofrendas que le decoran, y sobre todo, los hechos singulares que nos refería el sacristán a cada paso, preocuparon vivamente nuestra imaginación. La historia de la Virgen del Puig nos pareció desde luego un asunto bellísimo para una leyenda; y nos propusimos averiguar si los cronistas e historiadores que se han ocupado de ella estaban de acuerdo con las creencias populares.
Por fortuna pronto pudimos satisfacer este deseo: nuestro apreciable amigo don Juan Bautista Reig, escribano del Puig, joven de excelente trato, de talento e instrucción nada comunes, nos facilitó algunos libros antiguos y raros, donde encontramos cuantos datos podíamos apetecer. Su lectura acabó de decidirnos, y sin más que dar una forma adecuada a la índole de un periódico literario a lo que cuentan los autores más competentes y autorizados, sin añadir ni quitar nada a la tradición, sin falsear ni tergiversar los hechos históricos en que se funda, hemos escrito la presente leyenda, que puede considerarse como el boceto o compendio de la portentosa historia de LA VIRGEN DEL PUIG.
Puig, agosto 29 de 1851.
A. MAGARIÑOS CERVANTES.
FUENTE
Magariños y Cervantes, Alejandro. “La Virgen del Puig”, Museo de las Familias, (Madrid) 25/9/1852, tomo X, pp. 178-181 y (25/10/1852, pp. 213 -215.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] Sectario: en el sentido de “partidarios”, en el momento de redacción del texto sin sentido peyorativo.
[2] Ara: piedra consagrada en una ceremonia litúrgica para que sirva de lugar de celebración de la Misa; contiene reliquias de los mártires.
[3] Alfanje: Especie de sable, corto y corvo, con filo solamente por un lado, y por los dos en la punta. (Diccionario de la lengua Española, RAE, 22. ed.)
[4] Como lo denomina el conde de Ripalda en un artículo de la Revista Edetana (Valencia, 1849), “Antigüedades y bellezas de Valencia. El Puig”, se trata del Aphroditidis Fanum, que quiere decir, Fano de Venus p.81
[5] Monjes de la orden de San Basilio, que asumieron después la regla benedictina.
[7] Bernat Guillem d’Entença, señor de Fraga.
[8] Batalla entre las tropas godas y musulmanas en el río Guadalete en el año 711. cfr. Salgueiro, Alberto Bernabé. "La batalla del Guadalete, aproximación a su realidad histórica y arqueológica." Actas del Congreso Internacional" El Estrecho de Gibraltar", Ceuta, 1987. 1988.
[10] Preste: prelado, sacerdote.
[11] Capa pluvial: capa que utilizan en ceremonias solemnes los sacerdotes y obispos.
[12] Hachón: brasero alto, fijo sobre un pie derecho, en que se encienden algunas materias que levantan llama, y se usa en demostración de alguna festividad o regocijo público. (RAE, Diccionario de la lengua española)
[13] A la sordina: sin llamar la atención, en silencio.
[14] Martínez-Historia de la imagen sagrada de la Virgen Santisima del Puig, etc., Cap. V. (Nota del autor).
[17] Menos de mil reales. (Nota del autor).
[18] Chron Latin ord. B. Mariae de Mercede. - Lib. I, a D. (Nota del autor).
[19] Citaremos un hecho (suficientemente averiguado), de los muchos que refieren las historias de esta milagrosa imagen. En el año de 1588, cuando se hicieron públicas rogativas en toda España por el triunfo de la Invencible armada, varios vecinos del Puig, de Puzols, de Murviedro y otros pueblos inmediatos, observaron diversos meteoros luminosos, y entre ellos uno que imitaba el áncora rota de un navío. Nadie ignora cuál fue la suerte de la Invencible armada, contra la cual se conjuraron hasta los elementos para que no justificase su arrogante título. (Nota del autor).
[20] Vargas.- Chron. cit. (Nota del autor).
[21] Seráfica: perteneciente a los serafines, es decir, una campana de sonido tan dulce como el canto de este tipo de ángeles.
[22] Gaje: señal, prueba que mueve a aceptar un reto o misión difícil.
[23] San Jorge. (Nota del autor).
[24] Las estrellas vio Nolasco
Y en la campana os hallaron,
Torre contra infiel Damasco
que los ángeles formaron.
En vos don Jaime encontió
Fuerte espada triunfadora
Desque un santo (a) la esgrimió,
Y en el Puig amaneció
La más pura y clara aurora,
De Valencia protectora,
Tesoro y madre de Dios. (Nota del autor).
[25] Talar: traje largo, que llega hasta los talones.