DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

De Oviedo a Covadonga apuntes de un viaje  [Oviedo] : [s. n.], 1878 (Oviedo : Imprenta de Eduardo Uría), p.97.

Acontecimientos
Aclamación de Pelayo como rey.
Personajes
Pelayo
Enlaces

del Llano Roza de Ampudia, Aurelio, Bellezas de Asturias : de Oriente a Occidente, Oviedo, 1928. p.268

Gebhardt, Víctor. Historia general de España y de sus Indias, vol.2, (2.ed.1865)  cp. V, p.321.

Muñoz Maldonado, José. “Nuestra Señora de Covadonga”, Historia, tradiciones y leyendas de las imágenes de la Virgen, pp.203-233 y "Estudios Históricos. Pelayo en Covadonga", Museo de las Familias , (año XXV, 1867) n.13. pp.98-103.

LOCALIZACIÓN

COVADONGA

Valoración Media: / 5

El campo del Repelayo

[corresponde a Esbarrión de la mula y campo del Repelayo]

 

No hay un solo campesino en el Auseba y tres leguas en contorno, que no conozca a D. Pelayo mejor que al alcalde de barrio del que habita; que no cita a D. Oppas como ejemplo de traidores y que no hable con encomio, y encandilados los ojos de la hermosura de Ormesinda, con horror de Munuza y como de la cosa más conocida del mundo de la batalla de Covadonga[1].

Cuentan de aquellos personajes, de sus hechos y de los lugares que de ellos fueron teatro cosas maravillosas y estupendas, con tal aire de seguridad —como que las oyeron de sus mayores,— que es muy dudoso que pueda tenerla tan firme el Académico de la Historia que más veces se haya polvoreado los dedos y el magín[2] en el archivo de Simancas; hacen deducciones etimológicas que se las damos al más pintado filólogo, y lo adornan todo con tan fresco colorido, tan risueñas imágenes y tal fantasmagoría, que dieran envidia al vate más visitado por aquellas hermanas, dispensadoras de toda inspiración.

—98— Así, pues, lector viajero, no has de llegar de seguro al monumental puente de Cangas de Onís sin que, poco antes –cosa de dos kilómetros— te enseñen desde el camino una alta y fragosa sierra en donde diz[3] que sucedió una catástrofe, que la historia cuenta y en nuestros monumentos más antiguos se halla múltiplemente representada.

Nos referimos al atrevimiento de aquel célebre oso que, a pesar de haber transcurrido muchos siglos que se estilaron los gorros frigios de la antigüedad, y faltar no pocos para que la revolución francesa volviera a ponerlos de moda y en caricatura la española, dio tan pocas muestras de respetar la dignidad regia, que en una mañana de mal humor echó la garra y arrancó la vida, como quien hace la cosa más natural del mundo, nada menos que a don Favila, rey de Asturias.

Verdad es, y sirva esto de circunstancia atenuante al regicida cuadrúpedo, que el monarca poco escrupuloso con los ursiles[4] derechos, andaba por aquellos vericuetos con el no sano intento de divertirse a costa de la vida del mamífero y sus congéneres, lo cual debió parecer al habitante de las selvas, atentatorio a todo principio de buen gobierno.

De buen grado habríamos de disertar, con este plausible motivo, acerca del derecho de insurrección, si no tuviésemos otra cosa que hacer más provechosa a nuestro intento, como es la de atravesar el valle estrecho que se extiende a la salida de la antigua Cánica [5]y enseñar a nuestros lectores, al llegar —99— al punto en donde el camino tuerce a la izquierda, para internarse entre las montañas que nos ocultan el Auseba, una casa antiquísima en donde es cosa averiguada, al menos por tal pasa entre los naturales del país, que vivió D. Pelayo, siendo así aquel caserón, antepasado, por legítima ascendencia de ese suntuoso y bellísimo palacio que, en la plaza de Oriente de Madrid, hospeda hoy a los monarcas españoles. De cierto que el tal, si llega algún día a conocer a su pariente por línea recta, lo que dudamos mucho, ha de avergonzarse del abolengo y aún negarlo, fundándose en especiosas razones históricas, que pudiera prestarle cualquier crítico moderno, pues poco necesitan los muy encumbrados para desconocer su humilde origen.

Por los mismos lugares que el deteriorado palacio real está el Campo de la Jura, muy ocupado hoy en la prosaica tarea de producir patatas y maíz, y sin acordarse de que, en siglos anteriores, hubo de ser escenario de trascendental ocurrencia y que allí fue donde los astures juraron obediencia y prestaron acatamiento, por primera vez, a aquel héroe que llevó a cabo tal empresa, que, de no haberla realizado, su intento pasara por locura digna de hidalgo manchego, que siglos después nació en la imaginación del Manco de Lepanto son hoy la casa y el campo gentes que han venido muy a menos, pero a los cuales no debes desdeñarte, viajero, de echar una mirada, siquiera no sea por otra cosa que por despertar en ti cristianas reflexiones acerca de lo efímero de las humanas grandezas.—100—

Pensamientos son estos muy en consonancia con el paisaje que ahora vas a contemplar, pues a la risueña campiña que te rodea han de sustituir angostísimos valles de escabrosas y tristes montañas circundados; lugares muy a propósito para retiro de un asceta. Atravesarás luego el pueblecillo de la Riera no sin advertir antes al cochero, si eres viajero de carruaje, que ande con cuidado por el puentecillo que al punto de llegar se encuentra, pues es aquel paso difícil y peligroso.

Detente, poco más tarde, un momento ante don Oppas, que en el alto de una colina expía su traición, recuerda lo que de él hemos hablado y sigue adelante hasta llegar a un peñasco que, un kilómetro más allá, avanza sobre el camino como para enseñar al transeúnte dos rayas profundamente marcadas con él y un círculo de pequeño diámetro que confusamente se dibuja en la dura piedra… Para justificar este alto que trazamos en tu camino, vamos a referirte lo que hemos oído contar del peñasco y sus huellas, la primera vez que visitamos aquellos lugares.

 Acababa D. Pelayo de ser proclamado rey de Asturias, o de España, que es lo mismo, porque entonces no había más España que estos montes. Venía el monarca más grande que nunca ha regido monarquía tan pequeña, profundamente abstraído y sin parar mientes en lo peligroso del sendero que recorría, descuido que, si bien no debe recomendarse, ni aún a los reyes victoriosos, era en aquella sazón no poco disculpable, pues la empresa que sobre sus hombros echara D. Pelayo, la hazaña recientísima —101— que había llevado a cabo y el hecho de habérsele aclamado rey, cosas son todas para preocupar aun al héroe de alma mejor templada.

Así, pues, no se cuidaba el nuevo rey de conducir la mula de que era jinete y esta, por su parte, iba también distraída, si no por tal altos pensamientos en la contemplación de la fresca yerba que limitaba el camino y que excitaba su gula como si del más humilde asno se tratase, cuando un atronador ¡viva D. Pelayo! cuyo estruendo no necesita ponderarse con decir que salía del entusiasmo más legítimo y expansivo de que la historia hace memoria, y de mil robustos pulmones montañeses, vino a espantar al animal en términos que, haciendo un brusco movimiento de huida, fuéronsele al mismo tiempo las piernas y los brazos resbalando sobre la superficie de un peñasco, con que diera con su real jinete en tierra y acaso fin a las hazañas de este, si un ligero montañés no sostuviese al animal, con riesgo de su vida.

Quiso D. Pelayo recompensar a su vasallo y dióle una moneda, pero el montañés, poco práctico en el oficio de cortesano, arrojó la dádiva contra la peña y, con más altivez que respeto “Señor, dijo, no se cobran en esta tierra tales servicios”.

El peñasco en que la mula resbaló conserva aún hoy las huellas del ferrado casco y la marca de la moneda. Cómo ha sido posible que esto sucediese no te lo podemos decir, pero tal vez no falte algún aldeano de los contornos que explique el hecho sin acudir a las ciencias físicas.— 102—

Muy pocos pasos más hacia el fin de tu viaje, encontrarás, amigo lector, porque ya vamos siendo amigos, una gran mole de piedra cuya especial construcción y aspecto bastarían para que en ella detuvieses la mirada. No forma una masa compacta sino que se compone de considerable porción de piedras de poco volumen englomeradas y unidas por tan sólida argamasa que la fuerza de un hombre robusto no basta a arrancar un solo pedazo.

Dicen las sencillas gentes del país, con la mayor convicción, y repiten los espíritus fuertes, sonriéndose, que aquel montón de piedras teníanlo apercibido los moros para cargar sus máquinas de guerra en la batalla, pero que, por milagroso portento, quedaron chasqueados los previsores agarenos[6], que al ir a hacer uso, en lo más rudo del combate, de aquellas naturales armas arrojadizas, se encontraron con la poco halagüeña novedad de que todas ellas no formaban más que un peñasco, quedando así inermes ante su furioso enemigo. ¡Otros hubieran sido los destinos del mundo si cada conquistador injusto encontrase en su camino en vez de laureles con que ceñir la frente y pueblos en que saciar su ambición, montones de piedras conglomeradas y montañeses dispuestos a morir por la patria!

Muy próximos nos hallamos ya de la sagrada cueva, objeto y fin de tu viaje; pero antes de descubrirla reclama imperiosamente nuestra atención el Campo del Repelao. No preguntes, viajero, para qué sirve aquella pirámide que en medio de él se levanta, pues habrías de ponernos en grave aprieto. Como —103— monumento no está a la altura de su objeto, como pretexto para escribir en él que allí es donde Pelayo fue aclamado Rey, es inútil. Tales hechos no es preciso inscribirlos en piedras y bronces, los esculpen el patriotismo en la memoria de los pueblos y el entusiasmo en el corazón de los hombres.

Afortunadamente el nunca bastante alabado celo de nuestro ilustre Prelado, levanta hoy un templo que a la vez que sirva de monumento de gloria a los héroes de Covadonga, será testimonio de religiosa gratitud a Nuestra Señora de las Batallas.

Marchémonos de estos lugares antes que nos asalte, al ver pastando en el histórico campo diversos animales, el recuerdo de que aquel terreno pertenecía hace pocos años al Estado, el cual lo enajenó en pública subasta, si con algún daño de nuestros sentimientos de patriotismo, con gran provecho del Tesoro, pues anduvo cerca de producir la venta de la cuna de nuestra monarquía, la cantidad considerable de cincuenta duros, con lo que se habrá pagado a un portero el suelo de un mes.

Mejor es que el Campo del Repelao sea de dominio privado. Así no perdemos las esperanzas de verlo algún día convertido en fábrica de fósforos.

 

FUENTE
Fernández Ladreda, Manuel, De Oviedo a Covadonga apuntes de un viaje [Oviedo]: [s. n.], 1878 (Oviedo: Imprenta de Eduardo Uría), pp.97-103.

Edición: Pilar Vega Rodríguez

 

NOTAS

 

[1] COVADONGA (batalla De). Después que los moros se hubieron extendido y emposesionado de las más ricas y fértiles provincias de España, de resultas de la desgraciada batalla de Guadalete (V.), las reliquias del ejército godo en unión con otros muchos españoles no tuvieron otro recurso, que el de retirarse a las intrincadas rocas de Asturias para escapar del alfanje musulmán que por todas partes les amenazaba. En ellas fue donde reunidos un puñado de valientes, entre los cuales estaba don Pelayo, resolvieron defenderse y volver por el honor patrio.

En la gran cueva de Covadonga, situada en la falda del monte Auseva, fue en donde los pocos españoles que escaparon del yugo morisco habían llevado lo que pudieron salvar; y en ella los obispos y sacerdotes fugitivos celebraban los oficios divinos.

Resueltos ya aquellos esforzados a defenderse, pasaron  a elegir un capitán o rey que les mandase, cuya elección recayó por unanimidad de votos en el infante D. Pelayo de la sangre real de los  godos.

Tomó en seguida este ilustre Caudillo las medidas necesarias para defenderse, en el caso de verse atacado, cuya sospecha no tardó en verificarse. En efecto, a poco tiempo el general moro Alkamán fue a buscar a D. Pelayo acompañado del obispo D. Opas al frente de un cuerpo de caballería goda al servicio de los moros; y aproximándose el traidor a la cueva de Covadonga donde estaba encerrado y fortificado D. Pelayo con la flor de la lealtad española, le intimó la rendición haciéndole las promesas más lisonjeras, y dirigióle para en caso de resistirse las más terribles amenazas. Pero el esforzado Pelayo, despreciando unas y otras proposiciones, declaró a don Opas que él y sus valientes habían jurado morir libres e independientes, y que jamás serian perjuros. Lleno de furor y despecho el General moro al oír una respuesta tal, mandó atacar inmediatamente a todas las tropas españolas, esperando acabar con ellas; mas saliendo D. Pelayo con los suyos de la cueva de Covadonga, se arrojó con tal ímpetu sobre los infieles, que logró hacer en ellos una horrible y nunca vista matanza, obligando a huir a los restantes llenos de ignominia y de vergüenza. Se asegura que murieron en la batalla de Covadonga, dada por los años 720, cerca de ciento y veinte mil moros, si acaso no está viciado el testo de las memorias antiguas, entre ellos su general, haciendo prisionero a D. Opas, que como traidor a su patria fue castigado con el último suplicio.

Alentados los españoles con el feliz y maravilloso éxito de esta primera batalla, y de otras que sucesivamente se fueron dando, se engrosó de tal manera el ejército cristiano con la multitud de gentes que iban emigrando de las provincias invadidas por los moros, que muy luego se halló en disposición de ir reconquistando el terreno perdido, fundando varias poblaciones, y creando sucesivamente diferentes gobiernos que tomaron y han conservado hasta ahora el título de reinos. (Vicent Joaquín Bastús i Carrera, Diccionario histórico enciclopédico Imp. de Roca, 1829, p. 88).

[2] Magín: razón, pensamiento.

[3] Diz: dice (voz antigua que imita el autor para dar color a su narración)

[4]  Propias del oso, latinismo creado a partir de Ursus.

[5] Cánica: Cangas de Onís.

[6] Agareno: hijo de Agar, esclava de Abraham y madre de su hijo Ismael. De Agar nació la nación árabe.