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Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Observatorio Pintoresco I, 1 [30/04/1837], 1-3.

Acontecimientos
Despeñamiento
Personajes
Hermanos Carvajal, Fernando IV
Enlaces
Justicia de Dios
Reguero, Aurelio Valladares. "La muerte de los hermanos Carvajales y Fernando IV: fortuna literaria de un tema de ambientación jiennense." Boletín del Instituto de Estudios Giennenses 157 (1995): 199-247.

LOCALIZACIÓN

MARTOS

Valoración Media: / 5

 

Siglo XIV

I

          Cuatro horas largas habían pasado desde que don Juan y D. Pedro Carvajal habían sido arrestados de orden de don Fernando el IV de Castilla, sin ningún miramiento a su ilustre cuna en un lóbrego calabozo y cargado de cadenas. Jamás los rayos del Sol habían penetrado en aquella mansión subterránea donde fueron forzados a entrar; parecía el reino de las tinieblas, el conjunto de la oscuridad, el caos. Aunque iluminada por una pequeña lámpara, confusamente se podían distinguir los objetos; apenas se veían los escaños en que estaban sentados los caballeros; la extensión de aquel recinto, las espesas paredes se perdían en la oscuridad. Desde el momento que sin saber por qué D. Juan y D. Pedro habían sido despojados de sus armas, y aprisionados y tratados con tan excesivo rigor, no pudieron menos uno y otro de entregarse a las más profundas meditaciones, para ver si podían averiguar la causa de su castigo. Nada les remordía su conciencia, no habían ejecutado nada de que pudieran arrepentirse. Ocupados uno y otro en buscar recuerdos de su conducta anterior, aún no habían proferido una sola palabra desde que se les había privado de su libertad y, no hallándolos, D. Pedro algo más tranquilizado lanzó un suspiro de desahogo. Su hermano le escuchó, y aquel suspiro interrumpió el hilo de sus cavilaciones melancólicas, aquel suspiro le recordó que no era él el solo que respiraba en aquel lugar olvidado de los hombres, y sensible a aquel suspiro no pudo menos de preguntará su hermano.

-¿Temes algo? ¿gimes? ¿lloras? ¿tal vez serás culpado?

-No, Juan; en todos los días de mi existencia mis acciones las han regulado mi conciencia y mi honor, ningún delito he cometido. Sin embargo, al verme tratado con tanta crueldad he dudado de mí mismo, he examinado todos los días de mi vida uno por uno y en todos ellos mi corazón ha obrado siempre según las inspiraciones de mi Dios. Nada tengo por qué temer y no temo, mi corazón está tranquilo.

-Yo también lo estoy, no debemos sobresaltarnos, sin duda han alucinado a D. Fernando, algún envidioso de nuestro engrandecimiento… ¿qué dices?

-Nada, me figuro lo mismo, la calumnia ha podido empañar por un momento nuestra acrisolada lealtad, pero……

          No pudo proseguir más, los cerrojos de la prisión se habían descorrido con estrépito, habían abierto la puerta y, al abrirla brilló la llama de una hacha de viento, ni aun esta llama bastó para iluminar claramente el todo de la estancia, aquella llama luchó con la oscuridad, y no pudo vencerla completamente. Un personaje apareció en el centro de esta puerta. El oro cubría la mayor parte de su vestidura, una piel de armiño pendía de sus hombros y una pluma azul flotaba sobre su capacete. Este personaje era D. Juan Manuel, tío del rey.

          En el momento que los presos le miraron, ya conocieron el motivo de su prisión. D. Juan Manuel era su enemigo capital, no podía mirar con indiferencia el ascendiente que los Carvajales tomaban sobre el rey y la preferencia que este les mostraba. Envidioso y altanero, no podía sufrir ningún competidor, mucho más cuando aspiraba a ceñirse la corona de Castilla. Al cabo de algunos instantes, después de dirigir la vista al uno y al otro, pronunció estas palabras:

-La compasión y el aprecio que me merecéis me han conducido hasta aquí. Se os imputa un crimen atroz, varios nobles han depuesto contra vosotros, vuestra muerte la veo próxima; sin embargo, yo puedo salvaros, yo puedo devolveros la libertad y librar a vuestra familia de la infamia; para ello no exijo de vosotros más que una palabra, palabra que será para vosotros de vida o muerte.

-Antes de que paséis más adelante, decidnos, don Juan - preguntó D. Pedro con calma- ¿qué crimen es el que nos imputan?

-El asesinato de Benavides cuando salía del Palacio Real de Palencia.

-¿Y quiénes son nuestros acusadores?

-Lo ignoro.

-No lo sabéis, D. Juan; nuestros acusadores todos se reducen a uno, y acaso yo os lo pudiera nombrar; pero estad seguro que tanto mi hermano como yo, escudados con nuestra inocencia, sabremos confundir las alevosas maquinaciones de un rival envidioso a pesar de su elevado carácter.

-Me holgara de ello -respondió D. Juan-; creed que vuestra suerte me interesa tanto como la mía. Por eso mismo vengo a vuestro calabozo a ofreceros la libertad.

-Decid.

-Todos los grandes, los gobernadores y el clero si han tolerado hasta aquí el yugo de D. Fernando, ha sido por no poderlo evitar, ahora que les es posible, quieren atajar los males de su patria, quieren que una mano más hábil maneje la nave del Estado ¿se podría contar con vosotros y vuestros parciales?

-¡Don Juan! -exclamaron los dos hermanos- Somos inocentes; pero, aun cuando no lo fuésemos, jamás seriamos ingratos á D. Fernando.

-Pero...

-Callad, callad, D. Juan -prosiguió D. Pedro lleno de cólera, y esforzándose a ponerse en pie-. Siento el peso de mi cadena; su gravedad es superior a mis fuerzas, si no ya os hubierais arrepentido de vuestra proposición.

-¡Os obstináis, D. Juan! –dijo, esforzando la voz uno de los Carvajales-: Salid pronto de aquí, salid, marchaos.

- Bien, dijo el tío de D. Fernando con una sonrisa irónica. ¿Queréis morir? mañana moriréis.

-¡Mañana! El rey no nos condenará sin oírnos. El rey no puede faltar a la justicia.

-No diréis eso mañana en el cadalso.

II

          Un pregón acababa de publicarse en la plaza pública de Martos. Por este pregón se condenaba a ser despeñados a los hermanos D. Juan y D. Pedro Carvajal, por el asesinato del caballero Benavides, cometido en Palencia. El pueblo oyó con asombro semejante sentencia; las virtudes de los Carvajales eran sobradamente conocidas, y por lo mismo fueron muy pocos los que a pesar de tal sentencia los llegaron a creer culpados. Sin embargo, D. Juan y D. Pedro caminaban a la muerte. Todos al verlos derramaban lágrimas de dolor y de compasión; ellos caminaban con su frente erguida en medio de los soldados que los custodiaban. En su semblante se veía la pureza de su alma y, en su serenidad, el fallo de la injusticia. En medio de la multitud que miraba absorta a los desdichados Carvajales, se hallaba mezclado D. Diego López de Haro que acababa de llegará Martos, amigo y privado del rey, y amigo de los sentenciados; estos le distinguieron y, con una voz firme y llena de majestad, le dirigen estas palabras:

-D. Diego, somos inocentes: un amigo nos hace falta; un amigo que temple el inflexible carácter de D. Fernando, que le mueva a que nos oiga o que nos dé tiempo para probar nuestra inocencia.

-Sí, -contestó D. Diego-, los momentos son preciosos: confiad en mí; voy a implorar la suspensión de vuestro suplicio.

          Dicho esto D. Diego desapareció; todos le abrieron paso a porfía, y todos confiaron en que obtendría un resultado favorable. Los Carvajales caminaban lenta y pausadamente al precipicio que debía terminar sus días. En medio de su carrera no dejaron de repetir que morían inocentes, pero semejante confesión era inútil. El carácter de D. Fernando era inexorable, y pocas veces solía variar sus disposiciones. Salieron de la ciudad y subieron el gran peñón que la domina. La mayor parte del pueblo incitado por varios deudos de los Carvajales gritaron tumultuosamente. Unos imploraban perdón, otros que se aguardara la venida de D. Diego. Algo contuvo a los encargados de la ejecución este alboroto y, a pretexto de ofrecer a los reos los últimos auxilios espirituales, esperaron algunos momentos. Todos tenían fija la vista en la puerta de la ciudad, todos esperaban con ansia ver a D. Diego, pero D. Diego no parecía. El momento crítico había llegado, los dos hermanos iban a ser vendados, pero éstos, próximos a su fin, quisieron antes hablar al pueblo y dijeron.

-Pues que el rey se hace sordo a nuestras justas súplicas, y se niega a hacernos la debida justicia, si en la tierra aparecemos culpables a los ojos de los hombres, apelamos al tribunal divino, y citamos ante él para dar cuenta de nuestra sentencia al rey que nos castiga en el término de treinta días. Somos inocentes, lo juramos por nuestro honor y nuestra futura salvación, y jamás hemos jurado en vano; morimos inocentes, inocentes...

          En este tiempo una mano brutal y desapiadada precipitó a los desgraciados: aun repetía el eco la palabra “inocentes, inocentes”, cuando sus cráneos se magullaban contra las piedras y sus miembros saltaban en la falda del precipicio. Un grito de horror resonó en todos aquellos contornos. Ninguno se atrevió a volver los ojos al paraje que enrojecía la sangre de dos víctimas; todos volvieron a la ciudad murmurando entre sí y derramando copiosas lágrimas. Esta terrible impresión desapareció al cabo de algunos días; pocos recordaban ya esta catástrofe, cuando un hecho singular la hizo eterna y memorable. Un día, aguardaban todos los cortesanos á D. Fernando en su antecámara. Le aguardaron por muchas horas, inútilmente: D. Fernando no podía presentarse a ellos; D. Fernando había muerto. Ya había dado cuenta al Redentor de la muerte de los Carvajales. Treinta días sobrevivió a sus víctimas, el término de su emplazamiento; por esta causa se adquirió un nuevo sobrenombre, el Emplazado.

                                                                                                     A. G.

 

Editado por María José Alonso Seoane

FUENTE.

Ángel Gálvez, “Siglo XIV”,  Observatorio Pintoresco I, 1 [30/04/1837], 1-3.